Helena
Petrovna Blavatsky (1831/1891), fue una escritora, ocultista, teósofa rusa, cofundadoras
de la Sociedad Teosófica y difusora de la Teosofía moderna.
H.P Blavatsky, nos cuenta un hecho
acaecido en una ciudad de Rusia, el cual conmocionó a sus habitantes por lo
terrible, diabólico y misterioso. Ella afirma que todo el relato es verídico y así
consta en los archivos policiales de la época.
En una de la provincias más distantes
del Imperio ruso y en una pequeña ciudad
Fronteriza a la Siberia, ocurrió hace
más de treinta años una tragedia misteriosa.
A
cosa de seis verstas de la ciudad de P…, célebre por la hermosura salvaje de
sus campiñas y por la riqueza de sus habitantes, en general propietarios de
minas y de fundiciones de hierro, existía una mansión aristocrática.
La familia que la habitaba se componía
del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con dos hijos y tres hijas.
Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff, había adoptado a los hijos de su
hermano, y habiendo tomado un cariño especial por el mayor de sus sobrinos,
llamado Nicolás, le instituyó único heredero de sus numerosos Estados.
Pasó el tiempo. El tío envejecía y el
sobrino se acercaba a su mayor edad. Los días y los años habían pasado en una
serenidad monótona, cuando en el hasta entonces claro horizonte de la familia
se formó una nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de las sobrinas
aprender a tocar la cítara.
Como el instrumento es de origen
puramente teutón, y como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores,
el complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo.
Después de una investigación minuciosa,
sólo pudo darse con un profesor que no tuviera inconveniente en aventurarse a
ir tan cerca de la Siberia. Era un artista alemán, anciano, que compartiendo su
cariño igualmente entre su instrumento y su hija, rubio y bonito, no quería
separarse de ninguno de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó el
profesor a la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda
Minchen apoyándose en el otro.
Desde aquel día la pequeña nube empezó a
crecer rápidamente, pues cada vibración del melodioso instrumento encontraba un
eco en el corazón del viejo solterón. La música despierta el amor, se dice, y
la obra comenzada por la cítara fue completada por los hermosos ojos azules de
Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho una hábil tocadora de
cítara y el tío estaba locamente enamorado.
Una mañana reunió a su familia adoptiva,
abrazó a todos muy cariñosamente, prometió recordarlos en su testamento y, por
último, se desahogó declarando su resolución inquebrantable de casarse con la
Minchen de ojos azules. Después se les echó al cuello y lloró en silencioso
arrobamiento.
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Nicolás, que también se había sentido
herido en el corazón por la linda alemana, y que de un golpe se veía privado de
ella y del dinero de su tío, ni se consoló ni se alegró, sino que desapareció
durante todo un día.
Mientras tanto el señor Izvertzoff había
ordenado que preparasen su coche de viaje para el día siguiente, y se susurró
que iba a la capital del distrito, a alguna distancia de su casa, con la
intención de variar su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún administrador
de sus Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad.
Aquella misma tarde, después de cenar,
se le oyó en su habitación reprendiendo agriamente a un criado que hacía más de
treinta años estaba a su servicio. Este hombre, llamado Iván, era natural del
Asia del Norte, de Kanischatka; había sido educado por la familia en la religión
cristiana, y se le creía muy adicto a su amo.
Unos cuantos días después, cuando la
primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a aquel
sitio a toda la fuerza de la Policía, se recordó que Iván estaba borracho
aquella noche; que su amo, que tenía horror a este vicio, le había apaleado paternalmente
y le había echado fuera de la habitación, y aun se le vio dando traspiés fuera
de la puerta y se le oyeron proferir amenazas.
En el vasto dominio del señor Izvertzoff
había una extraña caverna que excitaba la curiosidad de todo el que la
visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los habitantes de P…
Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín y sube en
escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho cinturón
de su vegetación impenetrable.
La galería que conduce al interior de la
caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la
mansión, desde la cual aparece corno una pequeña excavación de la ladera,
oculta por la maleza, aunque no tan completamente que impida ver cualquier
persona que entre en ella desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta,
el explorador ve en el fondo de la misma una estrecha abertura, pasada la cual
se encuentra una elevadísima caverna, débilmente iluminada por hendiduras en el
abovedado techo a cincuenta pies de altura.
La caverna es inmensa, y podría contener
holgadamente de dos a tres mil personas. En el tiempo del señor Izvertzoff una
parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se usaba a menudo como salón
de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular, y se va
estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se extiende
varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes y
elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino
en botes, por estar siempre llenas de agua.
Estos receptáculos naturales tienen la reputación
de ser insondables.
En la orilla del primero de estos
canales existe una pequeña plataforma con algunos asientos rústicos, cubiertos
de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es donde se oye en toda
su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta.
Una palabra susurrada, y hasta un
suspiro, es recogido por infinidad de voces burlonas, y en lugar de disminuir
de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más y más intenso a
cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de un
tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del
corredor.
En el día en cuestión, el señor
Izvertzoff había indicado su intención de dar un baile en esta cueva al
celebrar su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente por
la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje,. su familia le vio
entrar en la gruta acompañado solamente por su criado siberiano.
Media hora después Iván volvió a la
mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con ella
a la gruta. Una hora más tarde la casa entera se puso en conmoción por sus
grandes gritos. Pálido y chorreando agua, Iván se precipitó dentro como un
loco, y declaró que el señor Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le
encontraba en ninguna parte de la caverna. Creyendo que se habla caído en el
lago, se había sumergido en el primer receptáculo en su busca, con peligro
inminente de su propia vida.
El día pasó sin que diesen resultado las
pesquisas en busca del anciano. La Policía invadió la casa, y el más
desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se había
encontrado con la triste noticia.
Una negra sospecha recayó sobre Iván el
siberiano. Había sido castigado por su amo la noche anterior y se le había oído
jurar que tomaría venganza. Le había acompañado solo a la cueva, y cuando
registraron su habitación se encontró debajo de la cama una caja llena de
riquísimas joyas de familia. En vano fue que el siervo pusiese a Dios por testigo
de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se dirigieran
a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que destinaba
a la novia como regalo, y que él, Iván, daría gustoso su propia vida para devolvérsela
a su amo, si supiese que éste estaba muerto.
No se le hizo ningún caso, sin embargo, y fue
arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le encerró,
pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser condenado
criminal alguno a muerte, por demostrado que estuviese su delito, siempre que
no se hubiese confesado culpable.
Después de una semana de inútiles
investigaciones, la familia se vistió de riguroso luto, y como el testamento
primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó a manos del sobrino.
El viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la fortuna con
flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir.
El anciano cogió su cítara debajo del
brazo y se dispuso a marchar con su Minchen, cuando el sobrino le detuvo,
ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela.
Encontraron muy agradable el cambio, y,
sin causar gran ruido, fueron casados los dos jóvenes.
Transcurrieron diez años, y nos
encontramos nuevamente a la feliz familia al principio de 1859. La linda
Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día de la
desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus costumbres,
admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír.
Parecía que el único objeto de su vida
era el encontrar al asesino de su tío o, más bien, hacer que Iván confesase su
crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.
Sólo un hijo había tenido la joven
pareja, y por cierto que era un niño extraño. Pequeño, delicado y siempre
enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo. Cuando sus facciones
estaban en reposo era tal su parecido con el tío, que los individuos de la
familia a menudo se alejaban de él con terror.
Tenía la cara pálida y arrugada de un
viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se le vio
reír ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado gravemente, cruzando
los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y así se
pasaba horas inmóvil y adormecido.
A sus nodrizas se les veía a menudo santiguarse
furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera consentido
en dormir a solas con él en su cuarto.
La conducta del padre para con su hijo era
aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en extremo.
Muy rara vez le besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido y ojos espantados,
pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente sentado
en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende.
El niño no había salido nunca de la
hacienda, y pocos de la familia conocían su existencia.
A mediados de julio, un viajero húngaro,
de elevada estatura, precedido de una gran reputación de excentricidad, fortuna
y poderes misteriosos, llegó a la ciudad de P… desde el Norte, donde había
residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad en compañía de un
shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que verificaba
experimentos de magnetismo.
Daba comidas y reuniones, e invariablemente exhibía
a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un día
los notables de P… invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff
solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con
gran repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor se dejó persuadir
para unirse a la partida.
La primera caverna y la plataforma al
lado del insondable lago estaban refulgentes de luz.
Centenares de velas y de antorchas de
vacilantes llamas, metidas en las hendiduras de las rocas, iluminaban aquel
sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en donde habían estado
agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las estalactitas de las
paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron repentinamente
despertados por alegre confusión de risas y conversaciones.
El shamano, a quien su amigo y patrón no
había perdido de vista un momento, estaba sentado en un rincón, y, como de
costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca saliente a la mitad del camino
entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo limón, lleno de arrugas,
su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de piedra que
un ser humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo atinadas
contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía gustoso
su “sujeto” magnetizado a los interrogatorios.
De pronto una señora hizo la observación
de que en aquella misma cueva había desaparecido el señor Izvertzoff hacía diez
años. El extranjero pareció interesarse en el caso, mostrando deseos de saber
lo acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás entre la multitud y le
condujeron delante del grupo de curiosos.
Era el huésped, y le fue imposible el negarse
a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz temblorosa,
pálido semblante y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los asistentes
se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del amante
sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de repente,
la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus órbitas
y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose.
Todos los ojos siguieron con curiosidad
su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara de
bruja que se asomaba por detrás del húngaro.
–¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí,
niño?– balbuceó Nicolás, pálido como la muerte.
–Yo estaba acostado, papá; este hombre
vino por mí y me trajo aquí en sus brazos
–contestó con sencillez el muchacho,
señalando al shamano, a lado de quien se hallaba en la roca, y el cual seguía
con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un péndulo viviente.
–Esto es muy extraño –observó uno de los
huéspedes –, pues este hombre no se ha movido de su sitio.
– ¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan
extraordinario!– murmuró un antiguo vecino de la ciudad, amigo de la persona
desaparecida.
– ¡Mientes, niño!–exclamó con fiereza el
padre –Vete a la cama, éste no es sitio para ti.
–Vamos, vamos –dijo el húngaro,
interponiéndose con una expresión extraña en su cara, y rodeando con sus brazos
la delicada figura del niño–; el pequeño ha visto el doble de mi shamano que a
menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al fantasma por el
hombre mismo.
Dejadlo permanecer un rato con nosotros.
A estas extrañas palabras los asistentes
se miraron con muda sorpresa, mientras que algunos hicieron piadosamente el
signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que se trataba del diablo y de
sus obras.
–Y por otro lado –siguió diciendo el
húngaro con un acento de firmeza peculiar, dirigiéndose a la generalidad de los
concurrentes más bien que a algunos en particular.
– ¿por qué no habríamos de tratar, con
ayuda de mis shamano de descubrir el misterio que encierra esta tragedia? Está
todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha.
¿Cómo no ha confesado su delito todavía?
Esto es seguramente muy extraño; pero vamos a saber la verdad dentro de algunos
minutos. ¡Que todo el mundo guarde silencio!
Se aproximó entonces al tehuktchené, e
inmediatamente dio principio a sus manipulaciones, sin siquiera pedir permiso
al dueño del lugar. Este último permanecía en su sitio como petrificado de
horror y sin poder articular una palabra.
La idea encontró una aprobación general,
a excepción de él, y especialmente aprobó el pensamiento el inspector de
Policía, coronel S.
–Señoras y caballeros –dijo el
magnetizador con voz suave–: permitidme que en esta ocasión proceda de una
manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo.
Voy a emplear el método de la magia nativa.
Es más apropiado a este agreste lugar y de mucho más efecto, corno ustedes
verán, que nuestro método europeo de magnetización.
Sin esperar contestación, sacó de un
saco que siempre llevaba consigo, primeramente, un pequeño tambor, y después
dos redomas pequeñas, una llena de un líquido y la otra vacía. Con el contenido
de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a balancearse más
violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especias, y la misma
atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se acercó
al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la
acerada hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía.
Cuando estuvo medio llena oprimió el
orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la sangre con
la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de lo
cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello
y, con dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a
tocar una especie
de diana para atraer los espíritus,
según él decía.
Los circunstantes, medio sorprendidos,
medio aterrorizados por este extraordinario procedimiento, se apiñaban
ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos reinó un silencio de
muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido como el de un
cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había colocado
entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el tambor.
Las primeras notas eran como sordas, y
vibraban tan suavemente en el aire, que no despertaron eco alguno; pero el
shamano apresuró su movimiento de vaivén y el niño se mostró intranquilo. Entonces
el que tocaba el tambor principió un canto lento, bajo, solemne e
impresionante.
A medida que aquellas palabras
desconocidas salían de sus labios, las llamas de las velas y de las antorchas
ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaran a bailar al compás del canto. Un
viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del agua,
dejando en pos de sí un eco quejumbroso.
Luego una especie de neblina que parecía
brotar del suelo y paredes rocosas se condensó en torno del shamano y del muchacho.
Alrededor de este último el aura era plateada y transparente, pero la nube que
envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el
mago dio un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fue recogido
por el eco con un efecto terrorífico.
Retumbaba cerca y lejos con estruendo
incesante; un clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito
formidable pareció el coro de mil voces de demonios que se levantaban de las
insondables profundidades del lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada
por las muchas luces, había estado hasta entonces tan llana como un cristal, se
puso repentinamente agitada, como si una poderosa ráfaga de viento hubiese
recorrido su inmóvil superficie.
Otro canto, otro redoble del tambor, y
la montaña entera se estremeció hasta sus cimientos, con estruendos parecidos a
los de formidables cañonazos disparados en los inacabables y obscuros
corredores. El cuerpo del shamano se levantó dos yardas en el aire y, moviendo
la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y suspendido como
una aparición.
Pero la transformación que se operó
entonces en el muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La
nube plateada que rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire;
mas, al contrario del shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho
principió a crecer como si la obra de los años se verificase milagrosamente en
algunos segundos.
Se tornó alto y grande, y sus seniles
facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos cuantos
segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su totalidad
por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que conocían
su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff, quien tenía
en la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.
El fantasma se movió hacia Nicolás,
hasta que se puso directamente enfrente de él, mientras que éste, con el pelo
erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo transformado
inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fue interrumpido por el
húngaro, quien, dirigiéndose al niño–fantasma, le preguntó con voz solemne:
–En nombre del gran Maestro, de Aquel
que todo lo puede, contéstanos la verdad y nada más que la verdad. Espíritu
intranquilo, ¿te perdiste por accidente, o fuiste cobardemente asesinado?
Los labios del espectro se movieron,
pero fue el eco el que contestó en su lugar, diciendo con lúgubres resonancias:
– ¡Asesinado! ¡Asesinado!
¡A–se–si–na–do!...
– ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? –preguntó
el conjurador.
La aparición señaló con el dedo a
Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se retiró, andando lentamente
de espaldas y hacia el lago. A cada paso que daba el fantasma, Izvertzoff el
joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba un paso hacia
él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse sobre
su superficie.
¡Era una escena de fantasmagoría
verdaderamente horrible!
Cuando llegó a dos pasos del borde del
abismo de agua, una violenta convulsión agitó el cuerpo del culpable.
Arrojándose de rodillas se agarró desesperadamente a uno de los asientos
rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dio un grande y penetrante
grito de agonía.
El fantasma entonces permaneció inmóvil
sobre el agua y, doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse.
Agazapado, presa de un terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la
caverna resonó una y otra vez:
– ¡No fui yo…, no; yo no os asesiné!
Entonces se oyó una caída; era el
muchacho que apareció sobre las obscuras aguas luchando por su vida en medio
del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición inclinada sobre él.
– ¡Papá, papá, sálvame… que me
ahogo!…–exclamó una débil voz lastimera en medio del ruido de los burlones
ecos.
– ¡Mi hijo!–gritó Nicolás con el acento
de un loco y poniéndose en pie de un salto –. ¡Mi hijo! ¡Salvadlo! ¡Oh!
¡Salvadlo!… ¡Sí, confieso. ¡Yo soy el asesino!… ¡Yo fui quien le mató!
Otra caída en el agua, y el fantasma
desapareció. Dando un grito de horror los circunstantes se precipitaron hacia
la plataforma; pero sus pies se clavaron repentinamente en el suelo al ver, en
medio de los remolinos, una masa blanquecina e informe enlazando al asesino y
al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose lentamente en el insondable lago.
A la mañana siguiente, cuando, después
de una noche de insomnio, algunos de la partida visitaron la residencia del
húngaro, la encontraron cerrada y desierta. Él y el shamano habían
desaparecido. Muchos son los habitantes de P… que recuerdan el caso todavía.
El Inspector de Policía, Coronel S., murió
algunos años después en la completa seguridad de que el noble viajero era el
diablo. La consternación general creció de punto al ver convertida en llamas la
mansión Izvertzoff aquella misma noche. El Arzobispo ejecutó la ceremonia del
exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito hasta el presente.
En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y… ordenó el silencio.
En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y… ordenó el silencio.
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